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  • Me gusta chupar zapote

    Me gusta chupar zapote

    Me gusta chupar zapote.
    Tímido. Madurito. Dulce a su manera.
    Que deje hilitos entre los dientes,
    como si la fruta se aferrara a la boca.
    Con esa piel morena que no grita,
    pero se abre como un secreto
    de quién ha visto cosas
    y se las quiere contar a alguien.

    Que al primer chupón,
    una pulpa tibia me explote en la boca.
    Pero no pulpa de mango, ni de papaya,
    ni nada cultivado en la nevera.
    Sino carne de fruta con historia:
    tierra, saliva, calor.

    Y que su sabor,
    su color naranja con fiebre,
    su textura entre cremosa y puta,
    Me haga recordar:
    ese sabor que no es a zapote,
    sino a otro jugo,
    a otro temblor…

    A Chocho.
    Así, sin nombre propio.
    Como quien se tropieza con un perfume
    y recuerda la esquina exacta donde perdió la fe en el amor…
    y la ropa.

    A veces cierro los ojos.
    Sentado en la sombra.
    Y no sé si chupo fruta,
    o unas piernas me sostienen la cabeza.

    Y pienso en el chocho.
    No como fetiche de porno,
    sino como altar que se chupa, se huele, se memoriza.
    Con respeto y con morbo,
    como se miran los eclipses:
    sabiendo que si lo haces mucho,
    te quedas ciego.

    Porque el chocho, cuando se entrega,
    es como un sapote bien maduro:
    tibio, jugoso, dulzón, con nervio.

    No se muerde de una. Se chupa.
    Con paciencia, con lengua,
    como quien quiere desentrañar un secreto comestible.

    No es cualquier cosa.
    Es altar sin misa.
    Es selva con humedad carnívora.
    Es fruta que no aparece en góndola,
    pero sí, en los sueños humedos de lenguas epilepticas,
    convulsionando de placer en cada bache,
    como un animal enfermo
    que solo sana chupando rajas.

    La última vez probé uno de esos que huelen a tierra mojada
    no volví a hablar de amor sin salivar.
    Porque el zapote, o se chupa o se desperdicia.
    Y ese día yo estaba pa’ lamer verdades,
    no pa’ rezar padrenuestros.
    Apenas lo probé,
    el jugo se me fue pa’ la memoria:
    al centro exacto del deseo,
    donde el hambre se mezcla con la culpa
    y el amor con el sudor de entrepierna.
    Su textura: entre muslo y pecado.
    Su olor: Un orgasmo en tecnicolor.
    Su sabor: como si el chocho de todas tus exnovias
    te estuviera reclamando al mismo tiempo.

    Porque el zapote, si se chupa con ganas,
    te lleva.
    Te lleva a esa fruta que no se vende,
    que se abre cuando quiere,
    que no perdona lenguas tímidas
    ni bocas sin fe.
    Hay un momento —lo juro—
    en que la lengua ya no distingue
    si está en la plaza de mercado
    o entre las piernas afrodisíacas de una diosa distraída.

    El hueso del zapote me supo a despedida,
    como ese último gemido que no se grabó.
    Me quedé chupando el aire,
    como si todavía quedara algo de
    fruta.
    Y desde entonces,
    cada vez que veo un zapote en la plaza,
    me entra el apetito.
    No por hambre.
    Por memoria.
    Por culpa.
    Por deseo.
    Por ese sabor a chocho
    que me quedó tatuado en la lengua
    como una blasfemia deliciosa.

    El zapote me enseñó dos cosas:
    que el pecado se chupa,
    y que el deseo no es sucio,
    sino húmedo.
    Y si eso ofende a alguien,
    pues que se vaya a rezar.
    Yo me quedo aquí,
    Fresquito en la sombra,
    con la lengua bendita,
    de quien probó el paraíso y no dejó ni la pepa.

  • ¿Uribestia o Petro burro?

    ¿Uribestia o Petro burro?

    Unamuno habló de los “hunos” y los “hotros” para retratar la tragedia de un pueblo que se arranca la piel a mordiscos, convencido de que destrozar al adversario es salvar la patria. Ese espejo nos queda cerca: acá ya no hay discusión política, sino una jauría que confunde razón con dogma, adversario con enemigo, ciudadano con bestia. Prepara la coartada para la violencia. Y Colombia ya sabe lo que cuesta deshumanizar al vecino: cadáveres en fosas comunes, pueblos vacíos, plazas convertidas en ring.

    Colombia vive en zoológico con micrófono. Las redes hierven con insultos: “Uribestia” o “Petro burro”. Cada debate parece circo romano: fieras domadas por los bancos, burros que rebuznan consignas y bestias que aplauden desde Twitter. Entre insultos zoológicos se nos olvida el verdadero animal: el Estado, que agoniza mientras el país se parte en hinchadas.
    La tragedia que se avecina no es abstracta: es la misma que ha quemado repúblicas antes que la nuestra. La guerra civil silenciosa ya ocurre. Guerrillas recicladas, paras reencauchados, bandas criminales, clanes políticos con pistola y notaría. El Estado aparece solo en los noticieros, no en los territorios. Y lo más grave: el contubernio entre política legal e ilegal ya no es secreto, sino sistema. Hoy pactan con las FARC, mañana con el ELN, pasado con narcos. La democracia funciona como franquicia de mafias regionales.

    Un país reducido a dos tribus que se niegan mutuamente la condición de compatriotas se convierte en terreno abonado para el corregidor amañado (Apolinar Moscote) y caudillo psicopata (Aureliano Buen dia) Mantiene a colombia en más de cien años de soledad. El líder de turno no necesita ideas: le basta con pastorear odios, explotar la ignorancia política y cobrarle comisión a la corrupción ideológica.
    Lo que hoy parece meme (“Uribestia” o “Petro burro”) huele a ceniza: es el combustible de la autodestrucción. Colombia se repite en la tragedia española de Unamuno: un pueblo que, dividido entre hunos y hotros, termina por quedarse sin nación.

    Cada caudillo trae su propio fundamentalismo político: absolutiza un valor parcial y lo predica como dogma, aunque la realidad lo desmienta con datos concretos.
    – Petro proclama “la vida por encima de todo”, pero ese dogma choca cuando el sistema hospitalario en Colombia enfrenta problemas graves: falta de médicos en zonas rurales, déficit de camas, crisis financiera de las EPS. Mientras tanto, el presupuesto nacional se ahoga.
    – Uribe convierte la seguridad en religión política. Pero nunca abordó una reforma fiscal que le quitara privilegios a su base electoral o enfrentara la desigualdad estructural. Prefirió propuestas como “menos impuestos, más salario”, y reducción del Estado, pero sin reformas tributarias reales
    – Los demócratas de tarima creen que con ‘más democracia’ basta, sin enfrentar la economía real ni el control del territorio
    – Los tecnócratas repiten la Agenda 2030 como si la soberanía fuera un PDF traducido en Bruselas.
    Todos venden estampitas distintas, pero el truco es el mismo: usar un dogma parcial para legitimar el poder mientras el Estado real se desangra.
    El país arde y ellos venden frases para póster. Fundamentalismos de feria que esconden lo esencial: no hay sala de máquinas, apenas tarima y propaganda. Un Estado que no manda ni protege, que solo existe para pagar la nómina del caudillo y sus cercanos, aceitar la corrupción disfrazada de contratos, y repartir subsidios como caja menor electoral. Un aparato reducido a contentar a la familia política y a dar al pueblo migajas en forma de obras públicas que lucen en la foto, pero no resuelven los problemas estructurales.”
    La costumbre de insultar como zoológico paga su precio. Llamar al otro bestia o burro va pudriendo la comunidad, la sociedad política. El adversario deja de ser compatriota y se convierte en enemigo. Y cuando esa frontera se cruza, la violencia se vuelve rutina. Ahí está la tragedia: En justificar su eliminación. La historia de Colombia está escrita con cadáveres que primero fueron caricaturas.
    El maniqueísmo no es accidente: es método. Sirve al caudillo, que asegura hinchada fiel aunque sea minoritaria. Sirve al banquero, que negocia igual con el que gane. Sirve al medio, que sabe que la polarización vende más que cualquier informe sobre presupuesto. Pierde siempre el mismo: el Estado, reducido a árbitro sin pito en un partido jugado a machete. Y el ciudadano, rebajado a hincha que aplaude banderas mientras el sueldo no le alcanza para llegar a fin de mes.
    Unamuno lo vio en España: dividir así un pueblo entre hunos y hotros no es debate, es autodestrucción. Y en Colombia repetimos la tragedia tropicalizada: un país que convierte la política en zoológico y deja que el Estado muera de inanición. Olvidando que lo que está en juego no es el honor de un caudillo, sino la posibilidad misma de tener nación.

    El insulto zoológico puede dar risa en redes, pero destruye la comunidad política. El fundamentalismo democrático puede sonar noble, pero encubre la falta de Estado real. Y el maniqueísmo puede movilizar masas, pero deja al país atrapado en guerra civil silenciosa.

    Menos zoológico y más Estado. Menos caudillo iluminado y más instituciones que funcionen incluso cuando se va la luz. Lo que viene no es reconciliación, sino ceniza. Porque mientras discutimos si es más bruto el burro o la bestia, el verdadero animal político —como decía Aristóteles— no es el adversario insultado en Twitter, sino el Estado mismo, que se desangra en cada elección. Y ese Estado se nos muere, mientras los caudillos, en plena carnicería, se reparten la selva.

    El militante moral de sobremesa
    En cada almuerzo familiar hay uno. Ese primo que llega con la camiseta de la ideología puesta, dispuesto a dictar sentencia entre la sopa y el seco. En redes aparece igual, solo que con menos servilleta y más teclado: el ciudadano que escupe ideología como si fuera desinfectante. Habla de corrupción, de patria, de principios, y se siente mejor que el resto porque “está despierto”.
    En el fondo, hace lo mismo que los políticos que detesta: dividir, etiquetar, insultar. Convierte al cuñado en enemigo, al vecino en cómplice del mal, al país entero en un zoológico de bestias morales. Y ahí está la trampa: cree que está limpiando la política, pero en realidad la está pudriendo más rápido que un contrato público en manos de un concejal.
    No es un fenómeno tropical exclusivo. En la Europa de entreguerras, la espina dorsal del fascismo fue esa pequeña burguesía encogida por el miedo. Estudiantes con diploma sin empleo, tenderos arruinados, campesinos que no sabían si el futuro era suyo o del banco. Encontraron alivio en gritar contra un enemigo —judíos, comunistas, masones, da igual— y en sentirse parte de un ejército moral superior.
    Hoy, en versión criolla, ese ejército moral desfila en Twitter y en sobremesas. Son capas medias cansadas de la inseguridad y del desempleo, ansiosas de sentir que pertenecen a algo grande. Pero lo que logran es convertir cada conversación en tribunal, cada timeline en paredón.
    En redes este militante moral se convierte en altavoz acrítico: comparte contenido sin filtro, replica titulares y cadenas sin comprobar, denuncia machismo, terrorismo o corrupción con furia selectiva, pero nunca explica objetivamente los fenómenos. El sesgo es su brújula: no importa la complejidad del problema ni las contradicciones del contexto, lo importante es que la denuncia refuerce su bando. Así, se convierte en eco de propaganda más que en ciudadano crítico, repitiendo los mismos vicios de manipulación que atribuye a los políticos.
    La política real no les interesa: no preguntan cuánto cuesta un plan de seguridad, ni qué ministerio maneja tal presupuesto, ni cuántos kilómetros de carretera se pavimentaron. Prefieren el ring moral: “¿De qué lado estás?”, “¿Eres de los buenos o de los malos?”. Es un espectáculo rentable porque da identidad inmediata: no se necesita pensar, basta con señalar.
    El problema es que en el gesto de señalar, este militante moral se parece demasiado al político que critica. Porque los políticos no caen del cielo: salen del mismo pueblo que los aplaude o los odia. El congresista que compra votos solo existe porque alguien los vende. El alcalde clientelista se sostiene en los que hacen fila para contratos. Los políticos son el espejo roto de los ciudadanos.
    Julien Freund decía que la política no existe sin conflicto, y que siempre habrá un juego de mando y obediencia. Lo que estos militantes de sobremesa olvidan es que obedecer ciegamente a una ideología también es corrupción, aunque no lleve sobreprecio en dólares. Es la corrupción de la convivencia: la incapacidad de ver al compatriota como adversario y no como enemigo.
    En redes, ese sectarismo se multiplica como virus. Un meme reemplaza a un argumento, una etiqueta suplanta a un debate. “Uribestia” o “Petro burro”: zoológico en prime time. Lo que parecía ironía se vuelve método. Porque mientras el país se entretiene animalizando a los políticos, el Estado se queda sin dientes y sin presupuesto. Y los bancos —esos que nunca son insultados— siguen cobrando peajes a todos.
    Lo peligroso es que esta moralina no es inocua. Divide familias, rompe amistades, convierte la mesa en trinchera. Y, como en los viejos fascismos, crea un enemigo permanente al que hay que señalar para seguir sintiéndose puro. Ayer fueron comunistas o judíos; hoy es el vecino que votó distinto o el pariente que comparte un link sospechoso.
    La política, sin embargo, no se decide en sobremesas ni en timelines. Se decide en lo que Gustavo Bueno llamaba la “sala de máquinas”: ejército, hacienda, justicia, infraestructuras. Ahí no entra la moralina: entran números, organigramas, cronogramas. Pero como eso no da likes ni aplausos, el militante moral prefiere seguir jugando a inquisidor digital.
    La doble moral es evidente: acusa a los políticos de corrupción mientras negocia favores pequeños en su vida diaria. Se queja del clientelismo pero pide la palanca para el hijo en la universidad. Denuncia la compra de votos, pero acepta la teja o el tamal en elecciones. El político es un ciudadano con fuero, y el ciudadano es un político de barrio con menos cámaras.
    Lo peor no es que estos militantes existan: siempre existieron. Lo peor es que se creen antídoto cuando son parte del veneno. Creen estar salvando la república mientras la reducen a chat de WhatsApp. Y al final, como en el fascismo, terminan siendo la tropa barata de un caudillo que ni siquiera los mira, salvo el día de campaña en que se tomó la foto en una casa humilde.

  • Enamorarse es un aguacero

    Enamorarse es un aguacero

    Enamorarse es un aguacero.
    No avisa. Te deja así, empapado.
    Como un carro que te salpica justo
    cuando ya ibas tarde y con el corazón
    lleno de papeles.

    O llega suave, como brisa en la nuca,
    que se te mete por la espalda hasta que se vuelve una tormenta.

    Aparece el día que no llevas paraguas.
    Ni botas. Ni paciencia.

    Y cuando ya estás mojado por dentro y por fuera,
    ¡pum!
    Te encuentras ahí, bailando sobre los charcos.
    Porque ya que estás mojado… ¿qué más da?

    Y justo ahí, cuando empiezas a disfrutar la tormenta,
    el cielo se aburre.
    Se abre. sale el sol.
    Y no calienta: seca.
    Seca el piso, la ropa
    y también las ganas.
    Y no sabes si darle gracias o mentarle la madre, !hijueputa¡

    Porque después del amor, todo se te pega.
    Como una camiseta mojada que no puedes sacar sin romperla, que huele raro
    y no se seca nunca.
    Pero igual te la vuelves a poner.

    Y no es que no te cuidaran.
    No es que no te dijeran “ven, escámpate”.
    Es que tú querías quedarte ahí, con los ojos cerrados y la boca abierta,
    tragando agua como si fueran besos.

    Porque hay lluvias que enferman,
    pero también son:
    Dos amantes en la esquina, con la lluvia chorreándoles las ganas, Bajo un aguacero pornográfico que parece bendición y no el castigo de un cielo que está celoso.
    De dos amantes empapados de lujuria, agarrándose el culo como quien se aferra en un naufragio,
    Con sus lenguas —afiladas, borrachas— mojadas de fiebre, cruzándose como espadas de esgrimistas en duelo húmedo y sagrado sobre un ring sin reglas.

    Esa lluvia enferma. si
    Pero lo peor es haberse mojado sin haber sentido el aguacero entero.

    …enamoramiento y amor no son lo mismo…